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Las Cruces en el Camino
Socorro Barrantes Zurita
Había
llegado de Lima mi entrañable amiga Kelita. Recordar el pago, donde nació, y
fue asegurando sus pasos hacia la vida, en la diversidad de sus caminos. La
había recibido una tremenda gripe que la llevó a la cama por tres días. Y es que
la tierra reclama, cuando se la deja por otros rumbos. Pero este Domingo de
Ramos se animó a dar una miradita a las benditas Cruces de Porcón. Tomamos
el micro, repleto de pasajeros, enrumbamos hacia allá. A pesar de vivir en
Cajamarca, sin poder salir a otros mundos, nunca había ido a esta publicitada
ceremonia. Mi amiga no pudo subir, pues el micro nos dejó abajo no más.
Oliendo la fiesta, le dije, que iría a mirar un ratito y regresaba al toque.
Cuando subía el corto trecho que nos separaba de la iglesia, se abrió otro
universo para mí. Desplegaba el tiempo hacia atrás. Me hallé de pronto en la
Plaza de Cajamarca, rugían los jaguares en su lamento de encierro, atenazados
por la invasión extranjera. La Cruz de la conquista, eliminando el rito al Sol,
a la Tierra, a la Luna, al Amaru. La Plaza de la Iglesita de Porcón rugía en el
lamento de los indios, sosteniendo la Cruz a cuestas, cargadita de claveles y
flores de colores. Los espejos reflejando el imperio de los dioses de la
tierra, aquellos que guiaron la magnitud de las culturas andinas. Las Cruces
bajaban por las distintas vertientes del Hanan Pacha henchidas de adornos,
preñadas de religiosidad y de espejos. En un ir y venir, las cintas de colores
que se encienden en las shimbas de las mujeres campesinas. Cruces, jaladas por
fajas, descifrando lenguajes de otros tiempos, donde los dioses necesitaban de
estos cantos, haravicus de los dioses; de este llanto, de estos rezos
combinados en castellano y quechua. Los dioses del cielo habían bajado al Kay
Pacha, juntando sus sangres con la de hombres y mujeres de sombreros alados,
de polleras infinitas, sacos ribeteados de fe y de esperanza.

En la Plaza de Cajamarca se inició ese sincretismo mágico de nuestra andina raza. Convergían las venas, los caminos, los Amarus, los Apus… Seguir escribiendo la historia de la tierra, del cielo o del Uku Pacha. Articulábanse las Cruces y, entonces Jesús Cristo entreveraba su aliento con el Sol fulgurante, en un cielo vasto de azul. Las Cruces caminaban en el ritmo alegre de la dicha, por celebrar a los dioses del Ande y al Dios Universal que dio su vida por todos los hombre y mujeres del mundo, tan sólo por Amor. Ese sincretismo mágico nos hace únicos o quizás similares a las culturas de Oriente, África, de la India, de los pueblos donde aún se piensa en un dios maravilloso, que resuelve las cosas a su modo particular de sentir, de pensar y de hacer.
Las fotos, por doquier, hasta el sencillo joven de aquella estancia; ¡qué
maravilla mostrar estas cosas de los porconeros! Religiosidad finiquitada ya,
en otras latitudes donde en lugar de la Cruz vestida de flores, de espejos, de
palmas, romeros, olivos, aparece la señal en una bandeja redonda que reproduce,
mágicamente para mí, la señal de otros espacios, que igualmente sincretiza la
fe en un Dios superior a nuestras fuerzas, que nos abandonan tantas, tantas
veces. Sentí la presencia de los dioses de la tierra, hermanados con Aquél Dios
Misericordioso que ama, que perdona. Ese momento preciso en que caminan todas
las bellas cruces hacia el Gólgota, en la Pampa de Porcón, se juntan los tres
mundos andinos con el olivar de Judea, para ser en propia carne, la simiente de
las cruces y los tiempos de los cristianos, que arrastramos la sangre del
Amaru, del Jaguar, de la diosa Killa o de la Pachamama y también la Cruz donde
la sangre de Jesús, se juntó, para siempre, con el universo entero, universo
que late en nuestros sentidos, aliento divino de un Dios de Misericordia y no
un Dios elitista y Superior a los dioses de la tierra y del más allá.
Cuánto le agradecí a mi amiga, el haberme dado la oportunidad de sentir mi raza vibrante en todas las entrañas de mi mundo miserable y humano que busca, una vez más, la razón de seguir creyendo en un Dios que ama por sobre todas las cosas, en un Dios que se hermana con todos los dioses de la tierra, del cielo, del mar.
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