NARRATIVA DE ANTONIO GOICOCHEA CRUZADO

 

 

 

LA SONRISA

 

          Una espontánea sonrisa adornaba su cara de niña; de entre todas las sonrisas de las niñas del lugar la más fácil, la más franca, que hacía delirar.  Un par de hoyuelos en los rubores de sus mejillas aparecían fugaces; y, con una mirada vivaz, que oscilaba entre inocente y pícara, o con el rabito del ojo me latigueaba entero.

      Sonrisa, mirada y hoyuelos y una blonda cabellera que en cascada le caía por los hombros, delineaban entera su inocencia.

          Han pasado las vacaciones de fin de año. Ya no es la misma sonrisa, ni la mirada; sólo los hoyuelos aparecen furtivos; los rubores cubren de repente sus mejillas.

     ¿Qué esconde ahora la pena de su sonrisa? n

 

 

 

LA MOÑA

 

-¿A dónde vas, Lobita?, me dijo curioso el Meyengue.

-Voy a La Lucma, a don Jesusito, tengo que reclamar una moña para el toro que vestimos con mis hermanos. Meyengue, lleva estos dátiles pa´l Santiago, el Baquita y los patas de La Matanza. Mi papá está alegre y me ha comprado tanto que ya me harté.

A la sombra del amplio alar de su casa de campo, descansaba en una perezosa don Jesusito, artista plástico del pueblo, exalumno de Escuela de Artes de Lima. Las paredes exhibían hermosas litografías, aunque descoloradas por acción del sol y el tiempo. Sobre la mesa estaba la moña.

-Pasa, Antoñito, ahí tienes la moña, puedes llevarla, ya tu papá me ha pagado. Pero lávate las manos,quizás la vayas a ensuciar.

            Mis manos mostraban residuos de las cajetas y dátiles que con  dejadez y descuido había comido.

            Me lavé en un chorrito de agua del arroyo que pasaba al lado de la casa. Obsequiosa su esposa me alcanzó una toalla.

-Gracias señora, gracias don Jesusito –dije.

            Tomé la moña con cuidado. Era una mariposa plateada de raso de seda, tenía unos lazos satinados del mismo color.

            Al bajar por el empinado y sinuoso camino, mis pies buscaban los rastros de pisadas frecuentes, consuetudinarias, para no tropezar; mis manos acariciaban el abdomen, el tórax de la mariposa, mis ojos se solazaban en las alas de tul escarchadas de arco iris, los ojos de la mariposa brillaban cual perlas negras, las antenas se bamboleaban al ritmo del caminar.

            Ya en la carretera mis dedos acariciaban con un raro placer la suavidad del raso y las onduladas formas de aquella mariposa de unos treinta centímetros de largo y unos treinta y cinco de envergadura. La rozaba con mi mejilla. ¡Què suavecita era!. La llevé junto a mi pecho.

            A la entrada del pueblo, junto a la casa de la tía Mavila, escuché los acordes característicos de la Banda del Santiago, una marcha copiada de la Banda de Músicos de Reque.

            Al encontrarnos, el Nolo Coshón hizo como si soltara los cohetes,

-Shiiiiiiiiiiiiiiiii punnnnnnnnnnnnnnn, Shiiiiiiiiiiiiiiiii punnnnnnnnnnnnnnn. ¡Viva el donante! ¡Que viva don Alfonso! ¡Que vivan el Lobita, el Gordo y el Francklin!.

El Meyengue había conseguido -dátiles de por medio- reunir a la patota.

-Colóquense a la retaguardia –ordenó, y Santiago, director de la Banda, que tocaba el trombón de vara hecho de carrizo, dispuso que tocaran la marcha, “El Cóndor Pasa”.

 


 

EL CANTO DE LAS CHICHARRAS

(La Disquisición)

 

Entre nardos y entre rosas,

las chicharras cantan

sus canciones vespertinas

cual si fueran serpentinas

que perezosas se arrastran.

 

-Deben ser como las hormigas, que con laboriosidad y en unión envidiables, acarrean su comida al fondo de sus casas, y tienen un invierno complacido. Mas los jóvenes de hoy parecen unas cigarras que todo el día lo pasan cantando y tocando la guitarra tanto que la yema de sus dedos tienen callos. Decía un pontificador.

 

Un joven que por allí pasaba, replicó: con mi trabajo, me gano el sustento necesario para vivir, con mi guitarra alegro la vida, digo mis sentimientos, dolores, pretensiones y esperanzas.

 

No sé si aquel tenía razón, siendo tan ligero el equipaje cuando este mundo dejamos, si don Cleto, allá en La Totorilla, me dijo un día: no tienen por qué las cigarras guardar comida, si antes que el invierno llegue han guarecido sus huevos en lugares seguros, cuando llegado el tiempo, eclosionarán y la nuevas cigarritas encontrarán comida en los campos, para de nuevo ensalmar los labrantíos con sus violines. Las cigarras, niño, todos los años, desde que son cigarras, mueren antes del invierno.

 


 

EL LABRIEGO

 

            Casimiro volvía de su diaria jornada chacarera; traía la alforja llena de yuca, camote, frijoles y ajíes sobre el hombro; también cargaba un racimo de plátanos a la sazón, y la escopeta de chimenea a la bandolera.

            Sandor se le acercó cabrioleando y moviendo la cola. Se percibía una angustia en sus alborotadas piruetas, ahora más que antes.

            Sandor era el perro mitayo que desde hacía medio año, en que Jesusa, su adorada mujer muriera presa de una incurable terciana, se quedaba en casa a cuidar a Nacho. El niño estaba protegido en un corralito de estacas clavadas en el suelo, de más o menos lun metro cuadrado. Recordó Casimiro que un día Nacho tiró un juguete fuera del corralito, y Sandor, presuroso, lo atrapó y lo devolvió. Así aprendió a jugar con su dueño. Había trocado el cuidado de cabras por el cuidado del niñito.

            Casimiro vio que su perro engreído tenía ensangrentada su boca y sus blancas patas. Mil imágenes cruzaron por su mente. Tiró las vituallas al suelo, descolgó su escopeta, puso en la línea de mira al inquieto Sandor, levando el percutor, pulsó el gatillo y un fogonazo arrastró decenas de perdigones que fueron a incrustarse en el cuerpo del perro. Un aullido lastimero preludió sus últimos estertores en el patio de entrada de la casucha.

            Lleno de ira ingresó a donde se encontraba su querido hijo.

            Nacho, con las manos fuera del corralito, jugueteaba con la cola aún caliente del lince que yacía sin vida con el pescuezo destrozado.

 

 

 

EL SUEÑO RECURRENTE

 

             Él tenía un vago recuerdo de lo que había soñado.  Tenía, conciencia de que era el argumento del mejor de los cuentos: ¡qué introducción! ¡qué conflicto y clímax! y ¡qué desenlace y nuevo clima!, digno de ser presentado al concurso “el cuento de las mil palabras”.

Noche tras noche, el mismo sueño, uno y otro despertar y la frustración de no recordarlo. Lo martirizaba el hecho de no recordarlo todo, le martillaba la conciencia. ¡Cómo perder algo que está tan a la mano!

La tarea de sacar su cuento del mundo de los sueños le hizo leer mucho sobre el fenómeno onírico. De manos de Sigmund Freud y la fijación consciente llegó al convencimiento de que era posible despertarse en plena ensoñación y escribirlo.

Sobre la mesa de noche dejó abierta su agenda y al lado un bolígrafo.

 Aquella noche volvió a soñar su cuento. Sus prácticas de fijación consciente le dieron resultado. Despertó y escribió en su agenda.

Volvió a quedarse dormido -ahora sí- plácidamente hasta las seis de la mañana, en que, ya despierto con alegría y premura revisó su agenda. En la página de la izquierda se leía: “escríbelo” y en la de la derecha, con letra firme y bien caligrafiada: “tienes que escribirlo”.

 

 
 

DE LIMA A CAJAMARCA

 

La noche anterior al viaje había tenido un sueño pesado, malos presentimientos lo agobiaban. Sin embargo Rigoberto tenía que hacer un viaje urgente. Trámites documentarios, burocratismo administrativo, exigían su presencia en Cajamarca. No pudo conseguir pasaje a la derecha y en los asientos delanteros que consideraba seguros. El único disponible en el ómnibus era el asiento central de los posteriores de todo el vehículo. No obstante compró el pasaje. Tenía que viajar.

            En Huarney el chofer detuvo la marcha para tomar un café. El copiloto indicó a los pasajeros que podían bajar a comer, tomar un refresco, o ir al baño.

            Rigoberto que tenía el cuerpo adolorido por la ciática y por lo incómodo del asiento, aprovechó para estirar el cuerpo. Bajó y se paseó, taciturno, preocupado.

            Al retornar al vehículo observó que en uno de los asientos delanteros un adolescente de unos diecisiete años dormía plácidamente. Una idea cruzó por su mente y de inmediato la puso en acción: despertó al jovencito y le ofreció pagarle el valor del pasaje si es que aceptaba el cambio de asiento. El jovencito aceptó.

            Ya en su nuevo asiento Rigoberto descansó. Sus dolores ciáticos se calmaron y se quedó dormito hasta Pacasmayo, en donde hubo un terrible percance que lo despertó violentamente.

            La acción del Fiscal y de la policía demoró el viaje. Al fin, reanudaron la ruta. De allí a Cajamarca para él fue un tormento. Un sentimiento de culpa lo golpeaba pertinaz.

            Al arribar a la Ciudad del Cumbe, vio a su esposa e hijos que le estaban esperando, preocupadísimos. El retraso del viaje había sido demasiado y la administración de la agencia no daba ninguna información acerca de la demora. Bajó temblando, tiritando a pesar que eran las diez de la mañana y el sol calentaba las calles de Cajamarca. Apenas saludó a su esposa y a sus hijos. Casi no podía hablar. Sin decir palabra les entregó los tickets del equipaje.

            -¿Qué te pasa Rigo, te asaltaron acaso?

            Rigoberto con los ojos perdidos seguía en silencio.

            -Habla papi, ¿te han robado?

            Acosado por las insistentes interrogantes habló:

            -Hasta Huarmey viaje en un asiento posterior, pero por unas monedas, un jovencito me cedió su asiento que estaba en la parte delantera, y, al salir de Pacasmayo, un tráiler cargado de cemento chocó contra la parte posterior del ómnibus matando al jovencito que venía en el asiento que hasta Huarmey yo ocupaba.

            Al fin, Rigoberto pudo llorar en los hombros de su mujer.

 

 

DECISIONES DOLOROSAS

 

Cuando paseaba por la avenida Abancay, en ese barullo de tránsito sobresaturado, miraba con admiración a las policías que dirigían la circulación del viejo, ruidoso y destartalado parque automotor de Lima. Algún día seré como ellas, se decía con convicción.

            -Seré como ellas, seré una policía con la entrega, dedicación, justicia y probidad que siempre he visto en mi tío Jacinto, comandante de policía en ejercicio en la Comandancia Policial de Iquitos. Mi tío es ejemplo de un peruano que se hizo policía para servir al pueblo, como él orgulloso decía.

            Hoy, Josefina Amasifén tenía que trasladarse a San Borja, a solicitar su certificado de estudios secundarios para su inscripción en el concurso de admisión a la Policía Femenina, y, como no podía tomar el micro porque el tiempo no le alcanzaba, tomó un taxi.

            Del espejo retrovisor del taxi pendía un zapatito usado de bebé, quedó absorta al mirarlo. El taxista se dio cuenta del hecho y le dijo:

            -Es de mi Juanita, su primer zapatito, me trae suerte. Hoy mi niña tiene seis añitos y ya sabe leer. Estoy orgulloso de ella.

            De pronto en una esquina escuchan un silbatazo de policía, enérgico, enervante.

            -Sus papeles -dijo con imperio y desdén.

            El taxista, respetuoso y ágil, sacó de la guantera sus documentos y los alcanzó al policía. El gendarme hizo el que lo revisaba con atención, sin embargo espetó:

            -¡La maletera!

            Josefina estaba apurada y advirtió que esto iba a demorarla por lo que bajó del vehículo y se dispuso a esperar otro taxi; pero un hecho la detuvo: cuando el taxista, el del zapatito gastado, abrió la maletera, el policía tiró dentro de ella un paquete, un pequeño paralelepípedo forrado con plástico y asegurado con cinta de embalaje color beige.

            -¡Abra el paquete! -ordenó el policía. El taxista le dijo que ese paquete no era suyo.

 Josefina intrigada dijo al policía:

            -¿Qué es lo que tiene ese paquetito? ¿Qué es lo que quiere hacerle al taxista? ¡Yo he visto que usted ha tirado ese paquetito dentro de la maletera!

            -¿Por qué, mocosa de mierda, interrumpes la intervención policial?

            -¡Quiere extorsionarme, me ha sembrado droga! -dijo el conductor. No lo tocaré porque quedarían mis huellas digitales.

            -Le ordeno que lo abra.

            -¡Eso no hace un buen policía!, dijo con firmeza Josefina.

            Razones de una parte, sinrazones de la otra y no se definía la situación. Desesperado el policía por la defensa de Josefina, dijo:

            -A la comisaría, todos a la comisaría, allí se aclarará todo.

            En el taxi, todos guardaron silencio, al llegar a la comisaría, el policía ordenó: ¡Todos abajo, aquí se las verán carajo!

            -Capitán comisario, un taxista burrier.

            -¡Mentira! yo he visto todo, vi que el policía tiró este paquete en la maletera – Intervino Josefina.

            -¿Quién es usted, señorita?

            -Soy la pasajera que venía en el taxi de este buen señor y me indigna que un policía esté manchando el honor de esta institución tutelar de la patria. Helbert Cámara, el Arzobispo de Recife dice que no debemos perder aquel divino don de indignarnos ante la injusticia.

            El comisario pidió al policía que lo acompañara un momento fuera de su despacho.

            -(Se te pasó la mano, huevón, el taxista tiene cara de santo y la hembrita parece una universitaria leída y defensora de los derechos humanos. Sin embargo, el espíritu de cuerpo debe imponerse, pero otra vez no la jodas).

            De regreso en el despacho:

            -El policía me lo ha explicado todo, el delito está tipificado, con todas los agravantes, debemos proseguir con el trámite de reglamento. Quedan detenidos hasta pasarlos al fiscal, él decidirá.

            Josefina no esperaba esto y decidida reaccionó:

            -Hoy iba a inscribirme como postulante a la Policía Femenina, iba al Ministerio de Educación a sacar mi certificado de estudios secundarios para completar mi expediente, porque soy sobrina de un gran policía el Comandante Jacinto Amasifén, y quería seguir su ejemplo, pero por lo que veo ya no postularé. Acto seguido llamó por su celular a Iquitos. Don Jacinto escuchó asombrado el relato de su sobrina más querida.

            Un silencio que antecede a las tormentas invadió el ambiente. Pasaron unos tensos minutos, el comisario, el furrier y el policía, no sabían qué hacer. En eso sonó el teléfono de la oficina.

            -Comandancia de la Policía del Cercado de Lima, a sus órdenes.

            -Muy amable, Comuníqueme con el comisario de su base, habla el comandante Jacinto Amasifén, de Iquitos.

El aludido se acercó al fono, luego del saludo protocolar y sin esperar le expusieran la razón de la llamada dijo:

            -Comandante, los hechos en que ha sido involucrada su sobrina  han sido superados, se trató de un lamentable error. En estos momentos estamos ordenando su libertad y la del taxista.

            Ese día la Policía se privó de alguien que hubiera coadyuvado a su prestigio.

 

LLEGÓ LA BANDA

 

            Es setiembre. El pueblo  aguardó un año para volver a gozar de su fiesta patronal.

            En el campo deportivo “San Pedro”, EL “Once Amigos” de Zaragoza enfrenta al  “Círculo Rojo” del pueblo. A los alrededores, niños y adultos, hombres y mujeres alientan a sus equipos. La barra de los zaragocinos se distingue por sus blancos sombreros de fiesta.

            De pronto se escucha un cohete en El Pabellón.

            -¡La banda, la banda!, gritó Santiago. En tropel, de todos los rincones del campo, salen los niños y se dirigen por La Tacura al encuentro de “El Obrero”, el camión de Don Vitalicio que este año se había devotado en transportar gratuitamente a los músicos.

            -¡La banda, la banda!, -¡La banda, la banda!, gritan los niños y el barullo se hace general.

            En la Curva de la Tacura se produce el encuentro.             Algarabía. Más cohetes de golpe, confeccionados por el maestro Mayanga Gallo, pirotécnico contratado por los mayordomos para los fuegos artificiales de las noches de fiesta.

            De encima de los costales y cajones de mercadería, descienden del camión jóvenes y adultos, delgados unos, robustos otros, la mayoría de piel cobriza que, con acento costeño, arman un barullo:

            -Alcánzame el clarinete. Con cuidado que puedes achatarlo.

            -Con cuidado la tuba, un golpe más como en San Pablo y se destroza.

            Así van bajando músicos e instrumentos.

            -Maestro, aquí tiene un poco de agua pa’ que se peinen estos landosos -con amabilidad y sonrisa en la cara, dice el Soco al director de la Banda.

            Acicalados, formados en tres columnas y ocho líneas, los músicos ingresan en la ciudad tocando El Cóndor Pasa, en ritmo de marcha.

            Se han llenado, los balcones de la calle Alfonso Ugarte, de señoritas y de señoras curiosas y de algunas chismosas, que con alegría aplauden al paso de los músicos.

            Adelantado va el Ureta con tizón en la mano, seguido del Circo, que lleva varias docenas de cohetes y que va alcanzándole uno a uno para que lo dispare a discreción.

            Orgulloso el Soco, indica la ruta por la que tienen que pasar:

            -Vamos por Alfonso Ugarte, Maestro, sigue por la Dos de Mayo, dobla por la 28 de Julio, voltea por Miguel Grau, continúa por Bolívar, ingresa a la Plaza de Armas y en el Atrio de la Iglesia dan su retreta.

            La mayoría de los músicos ya ha venido antes, solo algunos lo hacen por primera vez, entre ellos un niño que lleva una maletita con un banquito plegable; y, el de la tarola, un jovencito, que risueño guiña y piropea a las jovencitas que curiosas se han acercado. La  alegría del momento no puede ocultar los celos que sienten los niños lugareños, al sentirse desplazados, abiertamente lanzan sus pullas. El Meyengue, el Paco, el Chino Santiago y los Coshones en coro:

            -Costeño culo pequeño.

            Ya en el atrio, los músicos forman un ruedo. De una bolsa pequeña de cuero que llevan a la bandolera, sacan sus atriles, los arman y los ubican en su delante; el niño despliega el banquito y sobre él va a descansar el voluminoso bombo; la maletita va al centro y de ella el Maestro saca las partituras, escoge un bajo atado con una liga y la entrega al niño el que a su vez entrega una hoja a cada músico. Los tres trompetas sólo han recibido una hoja, igual que los clarinetes y los bajos.

            En la retreta se tocan valses, boleros, cumbias, mambos de moda, así como algunos clásicos.

            Los niños, absortos, miran cómo el trombón crece y se acorta, al rítmico vaivén del brazo derecho del músico; los cachetes inflados de un saxofonista; los labios con huellas circulares de los trompetistas y al robusto moreno que sopla a intervalos al instrumento más grande y raro que hayan visto: la tuba.

            -Tóquenme El Jarro Verde -pide emocionado un circunstante.

            El maestro busca las partituras, el niño las reparte, los músicos las colocan displicentemente en sus atriles. El maestro da dos golpes de batuta en su atril, hace un ademán de golpearla fuerte y queda en el aire; la banda entera arranca con las notas de aquella canción que tanto encanta a los pueblerinos.

            Termina la retreta con la marinera “San Miguel”, que se refiere a San Miguel de Piura, pero que igual los pallaquinos la quieren.

            Ha llegado la banda. Los músicos se dirigen a su alojamiento, después irán a su pensión y los sanmiguelinos esperarán la noche para deleitarse otra vez con su música.

            Y la fiesta del Arcángel San Miguel pasará y los niños a la dirección del Santiago o el Meyengue, por la 28 de Julio y la Matanza, con instrumentos de carrizo, tapas de olla y peines, alborotarán a los vecinosn

 

 

LA CULEBRA QUE BAJÓ AL ARROYO A BEBER AGUA

 

(TRADICIÓN)

 

             En Yamalán, centro poblado del distrito y provincia de San Miguel,  se cuenta que un anciano fue testigo de lo que refiero y que él cada vez que tenía la oportunidad lo hacía.

 

            Los rayos del sol atravesaban las aguas cristalinas e iban a iluminar las redondas y coloreadas piedrecitas del arroyo, que parecían moverse al paso de las aguas.

 

            Una culebra que a poca distancia tomaba el sol sobre una roca plana, que parecía un batán, abrió sus mandíbulas y dejó dos pequeñas bolitas negras, como frutos de molle; miró en derredor y luego zigzagueando bajó hasta el arroyo. Tomó agua pausadamente, por el cuello se veía los abultamientos que hacía el agua al pasar a su vientre.

 

            Un gallinazo que por allí pasaba, dio unas vueltas y bajó a tierra, sigiloso se acercó a la roca plana, tragó las dos bolitas negras y alzó vuelo.

 

            Saciada su sed, la culebra, con calma, retornó a la roca. Buscó lo que había dejado, al no encontrarlo buscó alrededor de la roca y en lugares cercanos. Decepcionada, subió de nuevo, miró a su alrededor y alzándose sobre su cola se golpeó fuertemente. En la piedra se golpeaba la cabeza y la cola y siguió así, golpe tras golpe hasta desvanecerse.

 

            Al día siguiente encontraron a un gallinazo muerto río abajo atascado entre piedras y palos.

 

            Y el anciano decía: -Las culebras cuando van a tomar agua dejan siempre su veneno afuera pa no envenenarla. Lástima pue que a esta culebra le haiga ganau el gallinazo. Pero como se ve el shingo también recibió su castigo. Así es pue.

 

           

LA CADENA DE ORO

(TRADICIÓN)

 

            En La Canchán, donde pacen alegremente ovejas y cabras, cuenta la profesora que un anciano le refirió un suceso de no hace muchos años del que fuera testigo y que ahora lo cuento.

            Un hombre había ido con su familia, su esposa y sus cuatro hijos, -el menor de pechos- a la celebración de un landaruto[1] en Tayapampa, distante unos cuatro kilómetros. De regreso, a media noche, a la luz de una linterna de kerosene, observaron que a la puerta de la casa, cual si fuese una guardiana, estaba enroscada una culebra de más o menos dos metros.

            En hombre hizo que todos los de la familia retrocedieran sin quitar la vista de la culebra; ya lejos prendieron una fogata. La culebra había levantado la cabeza y la hacía girar como un periscopio, mirando a su alrededor. Cuando tenían suficiente candela, cada uno, a excepción del pequeño, tomó un tizón y todos se acercaron a la puerta de la casa. La culebra sigilosamente, inició la retirada. Sobre el suelo fue dejando un camino zigzagueante hasta llegar a un gigante[2].

            Los familiares transportaron la fogata y la colocaron alrededor del gigante,  circundándolo. Parecía que la culebra se achicharraría, de pronto se empinó sobre su cola y saltando por encima de las llamas, salió del círculo de fuego y se alejó con un sonido metálico. El atávico temor que se siente ante las culebras y a la noche oscura les invadió a manera de escalofríos; asustados miraron por donde se alejaba y solo alcanzaron a ver, iluminada por la fogata, una cadena de oro que sonora se alejaba.  

            Repuesto del susto, el hombre dijo:

            -Es la malhora, vamos pa’ dentro.

            Apagaron los tizones y el lamparín. Un silencio profundo los acompañó toda la noche.

            Al siguiente día vieron un huella zigzagueante dejada en el polvo del camino que llegaba hasta los tunalesn

 

 

LOS OVILLOS DE COLORES

(TRADICIÓN)

 

            En el pueblo de  San Miguel, de acendrada tradición textil, se cuentan muchas historias sobre ovillos de colores. Les traigo dos de ellas:

 

            Don Darío Lingán, a media noche, volvía a su casa ubicada al final de la calle Miguel Grau, luego de una reunión alegre de amigos. En la esquina que ahora forma la intersección de las Calles Miguel Grau y José Gálvez, había un puquio. De pronto, de entre las aguas surgió un costalillo lleno de ovillos que se le interpuso en su camino. Si don Darío tomaba el lado derecho de la calle, el costal iba en ese sentido; si quería esquivarlo por la izquierda, a la izquierda iba el costalillo. A la altura de la casa de don Arsenio y de una planta de lucma, trató de salvarlo con un ágil salto, en eso los ovillos de colores se desparramaron por el suelo y tropezó en ellos. El corazón parecía explotarle en el pecho por el pánico del que era presa. A duras penas llegó a su casa. Quiso comunicar lo sucedido a sus familiares pero había enmudecido. Cayó desmayado.

 


 

¿Qué haría don Darío

con patas y en vocerío

en altas horas de noche

con traguitos y con ponche?

 

Mientras que de ello gozaba

Don Darío no esperaba

de ovillos de colores

tales males y dolores


 

 

            En la Cantora, del barrio Zaña, a media noche, a la hora de la tentación, cuando alguien pasaba solo, hermosos ovillos de colores, rodaban por la colina que allí existe hasta caer a la calle. Los transeúntes trasnochadores se veían tentados a recogerlos. Los que así lo hacían se llevaban la sorpresa de sus vidas porque ya en casa los ovillos se convertían o en gatos negros, o en chanchos o en chivos.

 

            Doña Josefa Alfombrera recogió ovillos de los colores que le faltaban para cumplir con un pedido que le habían hecho y de todos los colores del arcoíris.  Ya en su cama soñó que hacía la mejor de las alfombras de su vida. Al día siguiente se apuró a continuar con su trabajo, fue al envoltorio para traer los ovillos. Grande fue su sorpresa que no halló más que unas tusas[3] chamuscadas con fuerte olor a azufre.

 


 

De la loma en la Cantora

Doña Josefa Alfonbrera

recogió en avaricia

los ovillos de colores

que de la altura cayeron.

 

En sus sueños acaricia

que con la alfombra que haría

con cariño y con presteza

retaría en belleza

al mismísimo arcoíris.

 

Y vean lo que encontró

en su equipaje nocturno

unas tusas chamuscadas

con un fuerte olor de azufren


 

 

DUENDE [4]

 

            Don Marcos Medina, a la sazón,  cuartapartero[5]  de Chiapón[6], después de las ventas realizadas el día sábado a las placeras[7] que transportaban los productos para venderlos a su vez el domingo en San Miguel, y, aprovechando la luna llena, había salido a las nueve de la noche, venía  montado en su mula.

            A la altura de La Meseta, se colocó su poncho merino a cordoncillo que le había tejido su Rosa.

            Al trote ligero de la mula, a la medianoche se encontraba por la cuesta de Cayangad. La piedra plana que existe en una de las curvas del camino y que sirve de descanso a los dolientes que llevan sus difuntos a enterrarlos en el cementerio de la ciudad, brillaba a lo lejos.

            Cuando se hubo acercado a ella, la mula pajareaba[8].

            -¡Quieta mula! - dijo sereno. Al centro de la piedra vio a un niño que lastimero lloraba y que como era pequeño, todavía no hablaba. Estaba envuelto en un pequeño rebozo.

            -Pobre niñito -dijo para sí- mi deber de cristiano es protegerlo. Lo llevaré a San Miguel, la Rosa lo cuidará; si no aparecen sus padres lo criaremos como a nuestro hijo. Lo envolvió con su chalina y lo abrigó con su poncho. Lo subió a la acémila. Don Marcos picó espuelas.

            La mula, antes ágil, ahora se mostraba lerda,  se cansaba. Él mismo sentía un peso tremendo en sus piernas, donde reposaba el niñito.

            En eso:

            - Papá, papá, mira mi diente. -Dijo el niño. Don Marcos, pensando en llegar lo más pronto a San Miguel, no le hizo caso. Sin embargo otra vez:

            - Papá, papá, mira mi diente -repitió el niño, descubriendo su rostro. Su cara era colorada, casi roja, sus ojos chispeaban candela, y dos dientes de oro como colmillos, le brillaban en la boca.

            ¡Carajo!, la tentación -dijo- y sin pensarlo dos veces lo arrojó por la pendiente, y rodó el duendecillo cuesta abajo.

            Don Marcos, rezando entrecortadamente el Magnificat, espoleando con desesperación, azotando y haciendo sudar a la mula llegó a San Miguel más muerto que vivo. Pasando el umbral de su casa votó espuma por la boca  y se desmayó.

            Al día siguiente, doña Rosa Paredes llevó al cura a su casa para que santiguara a su esposon

 


 

LAS CANILLAS DE MUERTO[9]

            Al paso de transeúntes, todas las noches se abría una de las ventanas de una respetada casa de la calle Bolívar, entre las calles Cajamarca y Sucre, y, esta noche otra vez se abrió y quien esperando estaba esto es lo que vio.

            De la calle del cementerio, cuesta arriba, caminaban en dos columnas unas mujeres todas vestidas de negro en solemne procesión, rezando acompasadamente, fúnebres, en un idioma no entendible.

            Se dirigían a la iglesia y cuando terminaban de pasar por la ventana en referencia, la última de las acompañantes le dijo a la expectante:

            -Abre tus puertas, queremos dejarte unas velitas para tus oraciones.

            La beatita chismosa se estremeció de pavor. Quedó petrificada, y no pudiendo hablar tampoco contestó a tal solicitud.

            Sin embargo, sin saber cómo, junto a ella apareció una de las procesionantes, la que le entregó dos velitas encendidas pero tan frías como el hielo, con este mensaje:

            -Es para que eleves preces al cielo. Consérvalas que mañana a esta hora vendremos para que nos las devuelvas.

            Al amanecer, sobre la mesita de noche, en vez de las velitas encontró dos huesos de canillas de muerto.

            Su primera reacción fue ir a la iglesia y pedirle confesión al cura. Se sentía sinceramente arrepentida.

            La penitencia que le dio el cura se rumoreaba que fue extremadamente pesada, y el consejo fue que se busque una criatura de meses y espere el regreso de la tentación y en su presencia pellizque a la niña.

            Así lo hizo, la niña lloró yupacundo[10], a lo cual la tentación, cuyo rostro no alcanzaba a ver, con voz cavernosa a la beata le dijo: La inocencia de la criatura te ha salvado pero debes haber aprendido que otra vez no te pongas a juzgar los altos juicios del Señor.

            Parece que la beatita se curó de tan mal hábito social, porque cuentan los trasnochadores y serenateros que ya no volvieron a ver abierta la ventanita famosa.

 

Más allá de medianoche

y tras de las ventanitas

se pasaba todo el tiempo

chismea que te chismea.

 

Piadosa a todos los ojos

nadie pudo imaginar

que de día era beata,

y de noche era una gata.

 

Las almitas le dejaron

a esta mujer chismosa

dos encendidas velitas

que acompañaran sus rezos.

 

Del nuevo día a la aurora

sobre la mesa de noche

encontró que las velitas

eran dos huesos de muerto.

 

Con el susto recibido

y la receta del cura

la beata chismosilla

del chisme quedó curadan

 

 


 

EN LA CUMBRE DEL CHIMBOYOC

CUENTO

 

            Cuando el sol ya calentaba y de las chozas salía humo anunciando que se preparaba el desayuno en la comarca, José colocaba en sus alforjitas un poco de cancha o a veces mach’ka[1] y quesillo, y acompañándose de Jovero, su perro mitayo[2], iniciaba su jornada diaria.

            Retirando los palos que hacían de puerta del corral, el hombre sacaba a la veintena de ovejas y cabritos para pastarlas en las laderas del Chimboyoc[3]. Llevaba poncho y sombrero para protegerse del frío, no de la lluvia, porque hacía mucho que no llovía. Los sembríos se habían secado y se perdieron. El viento soplaba y arrastraba el polvo de las faldas de los cerros. La comida escaseaba tanto que de los warkus[4] las mamás jalaron las últimas wayunkas[5] de comida. Quedaban solo las de semilla.

            Ladrando y mordiscando a las ovejas y cabritos que salían del camino, Jovero las ponía en orden.

            José, para no aburrirse, a veces llevaba arcilla húmeda; entonces sus dedos se deslizaban por la masa haciendo formas que era la envidia de los niños del lugar. Ese día había hecho una yunta[6] en posición de jalar el arado, se notaba la cabeza alzada, la papada y el lomo brillantes, los pelos de la cola sueltos al viento, las venas en los ijares y en las piernas, como cuando los animales tenían abundante pasto. Parecía que sólo les faltaba a los bueyes un soplo que les diera vida.

            Antes de comer, con reverencia dejaba caer un poco de comida en el suelo. Había que compartirla con la Pachamama[7], era su pago a los guardianes del Chimboyoc. Ofrenda que la hacían todos los del lugar.

            Miró una y mil veces a la noble yunta. La miró tanto que no se dio cuenta que el día iba a terminar. Al apuro, la puso debajo de una piedra al resguardo de la intemperie, juntó a su rebaño y al trote volvió a su casa. Allí se dio cuenta de que había olvidado su poncho. Durmió a sobresaltos. Su mamá le reprendería si no lo veía con el poncho bayo que le regaló el año pasado.

            No bien amaneció, se encaminó al Chimboyoc, junto con su mitayo y sus ovejas. Buscó su poncho por los lugares donde el día anterior había estado. No lo encontró. Al atardecer regresó con mucha pena.

            Más temeroso que la noche anterior se metió en la cama. Buscaba todas las formas como reponer lo perdido; imaginaba mil argucias para convencer a su mamá. Veía a su madre reprendiéndole, vio a su padre aconsejándole que fuera más cuidadoso; vio que una viejecita, de pelos blancos, sentada en la punta del cerro, con una rueca inmensa en las manos, y que iba hilando hasta hacer un ovillo bien grande.  Hilaba e hilaba y el wanku[8] de la rueca no se terminaba. Eran las nubes el wanku. Después, con presteza, armó un telar de pútic, cungallpo y siquicha[9] y tejió un poncho tan blanco como las nubes, con ribetes grises como los pedregales del cerro.

            Cuando los rayos del sol despuntaban el día, despertó.

            -¡Cómo fuera ese mi poncho! -dijo para sí.

            De regreso, en el cerro, sintió un impulso irresistible de subir hasta la cima. Dejó a Jovero al cuidado de los animales. Cuando llegó, grande fue su sorpresa: sobre una piedra estaba un poncho blanco con ribetes grises. Se lo colocó. Estaba a su medida. En esos momentos el Chimboyoc que es el dueño de las lluvias, se cubrió de nubes y más tarde llovió.

            El cerro había tomado como ofrenda el poncho olvidado y la yunta de José. Se sintió halagado y permitió que cayeran las lluvias.

            -Aura si comeremos -dijeron los lugareños. Ellos sabían que cuando el Chimboyoc se cubría de nieblas sería un año lluvioso.

            Lo cierto es que José tenía su poncho nuevo y era blanco como los copos de las nubes que cubrían al Chimboyoc y con ribetes grises como las piedras de sus laderas.

            El Ollero, San Marcos (Cajamarca), junio de 1997.

 

 

ASÍ NACIÓ EL INAME[10]

(LEYENDA)

 

            -Voy a contarle, señor, lo que cuando niño una tarde con sol y chirapa me contó mi agüelo, lo que su agüelo a él también, cuando niño, le contó.

            Esto se lo cuento a ustedes también.

            En estos lugares, hace muchos, muchísimos años en el ayllu de Hokos[11] vivían felices los lugareños, sembrando papas, mashuas, ocas, ollucos, quiwicha y frijoles, y criando sus animalitos que eran llamas, vicuñas y luychus. Porque, antes, esos animales también se criaban por acá.

            El kuraka de Hokos tenía sólo una hija, la muy hermosa Iname, cuya madre muriera cuando Iname nació; huérfana de madre, para que no estuviera sola, le permitían jugar con Waman, un niño del ayllu.

            Cuando por las praderas pastaba sus  llamas, el niño era seguido por Iname. Desde niños jugaron juntos. Juntos comían su fiambre de charqui,  mash’ka, papas y ullucos. Se distraían viendo revolotear a las mariposas y a los quendis[12] saborear el dulce néctar de las flores. Y llegado el tiempo en que las miradas y caricias dejaron el candor angelical de la niñez, en el mes del sol, cuando las laderas habían florecido y el momento en que sus pechos se oprimieron con los primeros suspiros de amor, mutuamente se complacieron.

            Conocedor, el kuraka, de que su bella Iname se había interesado por el plebeyo, la recluyó en su palacio. Fue rodeada de las mayores atenciones. Las mejores tejedoras le enseñaron el arte de hilar y tejer las más primorosas telas. Rápido aprendió, pero sus profundos ojos negros volvían a dibujar a su amado en el pukio del que manaba abundantes y cristalinas aguas.

            Waman, ante la ausencia forzada de su Iname, vagaba por las floridas laderas, por los riscos y peñascos. “Cómo juera cóndor pa’ mirar de lualto a mi amada” -Decía al ver deslizarse majestuoso por los aires al rey de los Andes.

            Todos los días volvía por los mismos caminos, con sus mismos pensamientos y deseos. Tanto y tanto que se consumía. El querer ser cóndor lo estaba enajenando.

            Iname, entretanto, tejía un telar multicolor, recordando el perfume y colores de las flores y los momentos pasados con su hombre.

            Una tarde de chirapa, hecho cóndor de cuello plateado, en raudo vuelo alzó por los aires a la bella tejedora. El dios Katequil[13] le había concedido su deseo. Iname no se desprendía de su tejido el que dejaba una estela de seis colores. Cuando pasaba por el coto de caza de Hokos, el kuraka, que se encontraba en su deporte favorito, reconoció a su hija, y enardecido disparó su flecha contra el raptor. Dio en el blanco. El cóndor, herido de muerte, haciendo un arco fue a caer a un pukio de las laderas vecinas.

            Quedó un arco de siete colores en los cielos de Hokos. Se iniciaba en el pukio del Palacio y terminaba en el pukio donde yacía el Cóndor Amante. Su sangre, dio el sétimo color.

            El kuraka, acompañado de sus soldados, se dirigió  a buscar a su hija. En el trajinar vieron que otro arco de colores se había formado junto al primero. Cuando hubieron llegado, el sol había sido cubierto por las nubes llegado, los arcos desaparecieron. Tampoco hallaron al cóndor.

            Por eso cuando el sol sale con chirapa se ve a Iname y su amado, recordándonos que para el amor verdadero no existen barreras de espacio y de tiempo.

            -Señor, así me dijo mi agüelo. Y él se preguntaba si los hijos de nuestros hijos llegarán a saber que lo que hoy se llama Bellavista[14]; antes se llamaba Kondorkaka[15] puaquel enamorau que murió de amor. Peña del Cóndor dicen se llamaba pué, y,  pueso dicen quen Cajabamba se ven los inames más buenenques de tuitos los lugares.

 

Desde niños, inocentes,

cultivaron grande amor,

mariposa y picaflor

les incitaron a querer.

 

Por Iname, la doncella,

Waman moría de amor,

y en cóndor convertido

por los aires la raptó.

 

Sintiéndose traicionado

el kuraka, padre amado,

al cóndor y a la doncella

con su flecha derribó.

 

En días de sol y chirapa,

con multicolor tejido,

Iname nos rememora

lo que fue ese grande amor.

 

Cajamarca, 25-diciembre-97.

           

 

EL ORIGEN DE LAS GALLINAS CHORAS

 

            Antes, hace mucho tiempo, las gallinas eran blancas como la nieve y no se criaban en granjas como ahora, deambulaban por toda la casa. En la cocina competían con los cuyes por la yerba que se les traía todas las mañanas, aún con gotas de rocío, o esperaban que cayera de la mesa algún pedazo de pan u otra comida para con presteza devorarlo, o, se corrían de los perros, cuando éstos en su afán juguetón las perseguían asustándolas sin querer o si no molestaban a los hombres que volvían de la chacra queriéndoles quitar el barro de los pies.

 

            Un día la señora de la casa había preparado chocolate. Tenían la visita de un señor de la ciudad y se le quería congratular. El no conocía cómo es que vivían las gallinas.

 

            Se había servido chocolate, quesillo y bizcochos, todo hecho en casa.

 

            Sin darse cuenta, el visitante, mientras tomaba el oloroso, rico y caliente chocolate, dejó caer unas migajas de pan.  Las gallinas en huracán se abalanzaron sobre el mendrugo. Tanto se asustó el visitante que sin quererlo, tiró la taza, manchando con chocolate caliente a las blancas gallinas.

 

            Las gallinas quedaron pintadas. Cuando nacieron los pollitos eran pintados como sus madres. Desde ese entonces hay gallinas, pollitos y también gallos choros.

 

 

 

EL ORIGEN DEL MAÍZ

(Leyenda)

           

Volvía Koniwaska, alegre como todos los días. Cuando apenas, el sol había extendido sus primeros rayos sobre la pampa, había salido de la casa. Ahora retornaba trayendo las alforjas llenas de muchas cosas para compartirlas con sus hijos en el seno de su hogar y de su ayllu.

 

            A veces iba con Uchu, su fiel allco,[16] a los cerros, y entre los bosques, con ayuda de arco, flecha, waraka[17] y con trampas hechas de soga de cabuya cazaba luychus[18], de los que aprovechaban la carne, fresca y seca; el cuero para mullida alfombra o cabecera, y los cuernos y patas para warkus[19]; otras veces cazaba patos y pavas de monte, y otras pescaba en el río.

 

            Los niños del ayllu, se arremolinaban a su alrededor y celebraban su llegada. Luego jugaban a la caza como sus mayores.

 

            En una de esas salidas, Koniwaska se guareció de la lluvia en una cueva que era frecuentada por un oso. Cuando el animal se acercó a la cueva, fue rechazado por los ladridos de Uchu y la waraka de Koniwaska. Al recoger piedras para lanzarlas como proyectiles se halló con una piedrecita de color del sol. Era una pepita de oro. De retorno a la casa llevaba dos piedrecitas doradas. Varias veces volvió y con dedicación las recogía y las guardaba en una bolsa de lana que le había tejido con mucho amor Ch'aska, su compañera, a la que le había dicho su secreto.

 

            Ch'aska era como el lucero del amanecer, llenaba de alegría la casa, le había dado siete hijos, mozos fuertes que ya habían formado hogar que eran ejemplo de trabajo, solidaridad y buen comportamiento en todo el ayllu. Ch'aska en laboriosa tarea a cada pepita, con finísimo pedernal la horadaba y la hacía colgar de un delgado hilo hecho del mejor algodón del valle; quería hacerse un collar. Para guardarlas las colocaba alrededor de un trozo de yesca y las envolvía en delgada tela de algodón con mucho cuidado en la cabecera de su lecho.

 

            Pasaba el tiempo y con las salidas aumentaba la cantidad de pepitas.

 

            Un día no regresó Koniwaska. Ch'aska pasó en vela toda la noche. Era la primera vez que no regresaba su fiel compañero. Rayando la aurora, en compañía de sus siete hijos, cual las siete estrellas de Oncoy[20], se adentraron en el río Chimín, por su mismo pedregoso lecho, varias veces cruzaron su curso serpenteante. Las aguas ya estaban en aumento. Después de una hora siguieron por la ribera izquierda, por las estribaciones del cerro Algamarca. 

 

            Antes de llegar al lugar que Koniwaska le había indicado a Ch'aska, a las orillas de un arroyuelo afluente del Chimín, encontraron un poncho lleno de lodo. Un raro presentimiento cruzó la mente de los siete hijos y de la solícita madre. Lo recogieron, era el poncho de Koniwaska. Llegando al lugar, no encontraron la cueva.  Un huayco provocado por las lluvias del día anterior había cubierto la entrada.

 

            Quisieron remover las rocas pero poco podían hacer.  Ni con la ayuda de todos los vallinos pudieron hacer algo.

 

            El chamán del ayllu dijo que se hiciera una ofrenda al Apu[21] Algamarca[22], para preguntar a la coca sobre el destino de Koniwaska.

            Se roció con ceniza de molle; se rasgaron las entrañas de un cuy negro; se tiró un puñado de coca y se tomó el jugo de cactus y shimba[23]. El chamán[24] dijo que allí estaba Koniwaska y que ésa era su última morada.  Así lo habían decidido los apus. Ch'aska con el sopor de la bebida, vio en sueños a su esposo, siempre tan cariñoso, como en vida, la abrazaba y al oído le decía que el tesoro que tenían debajo de la cabecera salvará de la hambruna que los adivinos del ayllu habían pronosticado, y que debería repartirlo entre los siete hijos para mejor guardarlo y protegerlo. Apenados volvieron a la casa.

 

            Todo el ayllu lloró la desaparición de uno de sus ancianos más cuerdos y queridos. Ese día los niños no jugaron.

 

            Ch'aska llamó a sus hijos y a las esposas de sus hijos. De la cabecera de su lecho sacó un envoltorio.  El atado de fino algodón se había convertido en hojas secas y amarillentas, rematadas por un penacho de shapra[25] también dorada. Con ayuda de un palito delgado y en punta[26] abrieron las pancas. En su interior hallaron unos granos prendidos a una coronta. La mama Ch'aska les contó su sueño.

 

            Desgranó y las dividió en cantidades iguales, diciéndoles que para que se cumpliera el sueño deberían guardarlos de la mejor manera.

 

            Sentados alrededor del fogón, derramaron sobre el piso un puñado de coca para preguntar a la Cocamama[27], cuál era esa mejor manera de guardar el tesoro de la salvación de la hambruna que debería venir. Cocamama, por la ubicación de las hojas en el suelo, les dijo que lo hicieran en la Mamapacha.

 

            Así lo hicieron. Cerca de sus chozas colocaron en la tierra los granos, unos separados de los otros, tal como habían caído las hojas de coca. Llovía. Por las tardes el iname[28] alegraba el valle con su arco de siete colores.

 

            Pasó media luna.  En cada punto donde habían colocado los granos crecía una lozana plantita. Los siete hijos hicieron consejo de familia y decidieron extremar los cuidados. ¿No sería ése el tesoro del que les hablaba mama Ch'aska?. Alrededor de cada planta, con ayuda del allachu[29], colocaron tierra alrededor de las plantitas. No dejaron que crecieran yerbas malas.

 

            Pasaron las lluvias. Las plantitas se habían convertido en verdes cañas, más altas que los mozos del ayllu, de hojas largas, con un penacho de flores en el alto. Cada planta sostenía dos o tres envoltorios como los que encontraron en la cabecera del lecho de Koniwaska. Tuvieron que cuidarlas de los loros y otros pájaros que querían devorar los frutos, y de los niños porque en su inquietud habían descubierto que las cañas tenían un riquísimo y dulce jugo. A las cañas le llamaron viru. Hasta a los allcos se les ató una pata al cuello para que no pudieran derribar las mazorcas, pues ellos también habían sido sorprendidos comiéndolas aún verdes.

 

            El sol y el tiempo maduraron las plantas, los frutos se secaron. Cada hijo cosechó varios rungos[30] de mazorcas. La noticia corrió por todo el valle de Condebamba. El kuraka reunió al Consejo de Ancianos. Allí Ch'aska les reveló el sueño que había tenido. Los ancianos a ese grano le llamaron sara, más tarde maíz. El mayor de los hijos cosechó maíces de granos grandes y blancos;  el segundo de tamaño más pequeño, amarillento pero con pintas rojizas, moradas y negras; el tercero, maíz morocho; el cuarto, maíz paccho[31]; el quinto, maíz culli; el sexto, maíz morado, casi negro; el último, maíz pequeñito como una perla dorada. Los ancianos decidieron entonces que cada varón del ayllu recibiría para sembrarlos, tantos granos como los que habían recibido los hijos de Koniwaska, pero de todas las variedades obtenidas.  Aún así sobró una buena cantidad que fue sembrada en los topos de los Apus. La cosecha fue abundante. Se guardó en las trojes de los tambos del ayllu.

 

            La esposa de uno de los hijos de Koniwaska había guardado un poco agua hervida de maíz en un urpo[32] que antes había contenido miel de abejas del monte.  Las lluvias cesaron. Pasaron los días y cuando la mujer quiso usar ell urpo se encontró con una bebida fermentada. Al probarla vio que estaba sabrosa y refrescante. Más tarde se dio cuenta de que también era embriagante. Así nació la chicha.

 

            Pasaron cuatro años. Ya se habían olvidado de los vaticinios. Las cosechas llenaron las trojes de los tambos del ayllu y de cada una de las casas de los condebambinos. Se danzó y celebró con chicha.

 

            De los ayllus de las partes altas de Lluchubamba, Sitacocha y Jocos llegaban noticias que desde hacía tres años las cosechas y la caza habían escaseado a tal punto que este año se hablaba de hambruna.

 

            Los vallinos se acordaron del vaticinio de sus adivinos.

 

            Un día llegaron emisarios oficiales de Lluchubamba, Sitacocha y Jocos presididos por sus kurakas. Ante el Consejo de Ancianos expusieron sus penas y sufrimientos, y solicitaron ayuda. Los ancianos accedieron a la solicitud pero con la condición de que fueran las mujeres de esos ayllus quienes vinieran a aprender la manera de preparar este milagroso grano que los salvaría del hambre, ya que los hombres aprenderían a cultivarlo. Un emisario regresó a las alturas.

 

            A los dos días, las mujeres, con las mejillas pintadas por el rigor del frío y más ruborizadas por el calor del valle, llegaban a Condebamba. Las pocas llamas que les quedaban las acompañaban.

 

            Y así fue. En una casa aprendieron a comer las mazorcas aún verdes sancochadas, le llamaron choclos; en otra casa molieron los maíces verdes, envolvieron la masa en pancas de la mazorca y la sancocharon, le llamaron parpas[33]; en otra la comieron ya maduro y seco, sancochado, le llamaron mote, o tostado, al que llamaron cancha. A la harina de cancha molida la llamaron mach´ka. En otra casa la sancocharon, secaron y molieron para posteriormente comerla en sopa, a la que llamaron chochoca. Otros envolvieron la harina de maíz en la panca de la mazorca y la cocinaron, esos fueron los sabrosos tamales. Otros la amasaron y la comieron como cachangas en callanas traídas de Pomarongo. Aprendieron a comer maíz en muchísimas formas. También aprendieron a hacer chicha para sus celebraciones.

 

            Cargaron sus llamas con el precioso grano y las mujeres llenaron sus quipes y los hombres sus alforjas, y regresaron alegres a sus alturas. Llevaban también atados de "virus" que los niños de Condebamba habían preparado para los niños de esos ayllus.

 

            Alimentaron a los suyos durante ese año y cultivaron una pequeña chacra de maíz con la poca agua que llevaron de los puquios a los topos del ayllu. La cosecha fue buena. En la altura también fructificaba este grano milagroso.

 

            Pasó un año, esperaron las lluvias, al fin éstas llegaron, con las técnicas recibidas de los vallinos y las aprendidas en el topo del ayllu sembraron el maíz. Tuvieron cosechas abundantes.  Ellos también se acordaron de Ch'aska, Koniwaska y de sus hijos. Celebraron con chicha.  Los niños participaron también de los festejos haciendo rondas y cantando. Emisarios de Lluchubamba, Sitacocha  y Jocos bajaron al valle llevando yuyo, chuño, mashuas, ocas y ollucos, al igual que venaditos de madera que los niños habían labrado para sus amigos de Condebamba.

 

            Desde entonces los pobladores del valle y de la altura se ayudan e intercambian sus productos.

 

            Estos sucesos se difundieron por todo el Ande y la Costa.  Desde allí llegaron emisarios a requerir la semilla de ese grano salvador.

 

            Aquel envoltorio guardado en la cabecera de Koniwaska dio origen al maíz, un verdadero tesoro que salvó de la hambruna a muchos pueblos y su valor fue comparado como el del oro.

           


 

[1] Landaruto, corte de primer pelo de un niño; fiesta familiar.

[2] Gigante, cactus de troncos de forma de prismas pentagonales, que crece en la zona.

[3] Coronta

[4] En base a lo referida por la Srta. Elisa Caballero Malca.

[5] En  épocas de este suceso, Chiapón,  era  usufructuado compartiendo la producción en tres cuartas partes, para el agricultor; y, una cuarta parte para los dueños. Los propietarios no la administraban directamente sino que vendían  sus derechos por un año, al que lo adquiría le llamaban el cuartapartero y tenía como decíamos líneas arriba el derecho a la cuarta parte de la producción.

[6] Chiapón es un paradisíaco valle interandino a la ribera derecha del río Tumbadén, tributario del Jequetepeque, en el distrito de San Miguel. Produce frutas, yuca, camote, maíz morocho, ají y otros de pan llevar.

[7] Placeras: Nombre con que se conoce a las mujeres que compran productos de pan llevar de los valles interandinos de San Miguel y llevan a venderlos el día de mercadeo que es el domingo.

[8] Pajarera: Expresión en la jerga de los criadores de acémilas para indicar que es asustadiza.

[9]   En base a lo referido por la Sra. Carmen Pajares de De la Torre

[10]  Triste, lastimero.


 

[1] Mach’ka. Harina de cebada, trigo o maíz tostados.

[2] Mitayo.   Perro que ayuda al pastor, cuando pasta su ganado.

[3] Chimboyoc. Cerro en las alturas de la Provincia de San Marcos, cuando se cubre de niebla es señal de lluvias. Parece derivar de Chimpu, s. Halo, aureola, nimbo.// corona.//cerco.//borlilla de hilos de color que sirve de adorno.//señal de hilos de color en sacos para medir áridos; y de yuq, subijo que significa “dueño de”. El que posee. Chinpuyuq-chimpuyuq.

[4] Warku. Madero horizontal colgado de los alares de los techos de las casas o chozas del que cuelgan mazorcas de maíz para preservarlas de la polilla.

[5] Wayunkas. Mazorcas de maíz que se cuelgan en el warku, unas son dedicadas a la alimentación y otras para semillas.

[6] Yunta.  Dos bueyes unidos por un yugo de madera que jalan un arado para roturar el terreno antes de la siembra.

[7] Pachamama. Madre tierra.

[8] Wanku. Porción de lana en el extremo de la rueca, de la cual se va jalando la fibra en el proceso de hilar.

[9] Instrumentos que se utilizan para armar un telar elemental.

[10] Iname: Arcoíris.

[11] Hokos: Jocos, estancia hoy perteneciente al distrito de Sitacocha, provincia de Cajabamba.

[12] Quendi: Picaflor.

[13] Katequil: Dios del reino Cuismanco.

[14] Bellavista: Comunidad de Sitacocha que antes llevaba el nombre de Kondorkaka.

[15] Kondorkaka: Peña del cóndor.

 

[16]Allco: Perro, existente en América desde antes de los Incas

[17]Waraka: Honda

[18]Lluchu: Taruca, venado de los Andes.Luychu: venado.

[19]Warko: Gancho colgador, se colocaba en la cocina o debajo de los aleros de la choza para colocar utensilios de cocina o herramientas de labranza.

[20]Oncoy: Constelación conocida también con el nombre de Las Siete Cabrillas.

[21]Apu: Dios del lugar.

[22]Algamarca: Un cerro del lugar. Allq: “de dos colores (blanco y negro” y marka: región.

[23]Shimba: Yerba de las alturas, de propiedades alucinantes que utilizan los curanderos.

[24]Chamán: Brujo, curandero.

[25]Shapra: Barbas. flecos.

[26]Este palito, ya con una correíta en la parte roma para que cuelgue de la muñeca del agricultor tomó el nombre de tipina.

[27]Cocamama: Diosa de la coca.

[28]Iname: Arcoíris.

[29]Allachu: Instrumento de labranza indio, consistente en un gancho puntiagudo de madera, sirve para cutipar (colocar tierra alrededor de una planta para mejorar su crecimiento y producción).

[30]Rungo: Cesto de madera y cabuya, utilizado para medir el ají, el maní y otros granos.

[31]Paccho: Maíz arrugado, que tostado adquiere una suavidad y dulzura exquisitas, propio para consumirlo como cancha.

[32]Urpo: Vasija de barro de cuello corto en que se guarda granos o líquidos.

[33]Parpas: Humitas.

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