"EL  CASTILLO", DEIDAD  TRICÉFALA

Felino - Águila - Hombre

 

 

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A la fortaleza megalítica ubicada en el Distrito San Silvestre de Cochán, San Miguel de Pallaques.

 

Guillermo A. Bazán Becerra 

 

Mi dormir era agitado muy repetidamente y un motivo obsesivo se filtraba en mis sueños (no puedo precisar desde cuándo ni en qué año…): me veía perdido entre casas antiguas, o caminos con piedras, o entre montes y ríos. A veces parecía que estaba retornando a un mundo que antes conocí, pero que hace mucho tiempo ya no había recorrido… y bastaba que el trino de algún ave o una hoja que caía hacían que me extravíe y entonces fluía el miedo del perdido.

Con los años me acostumbré a esos sueños y pude manejarlos metódicamente, casi hasta con afecto. Ahora que recién los comprendo y que he logrado completar el círculo, permítanme escapar del tiempo para contarles lo que he visto:

Era un pueblo sencillo que labraba la tierra y cazaba para vivir. La ambición de otros pueblos los convirtió después en guerreros. Amaban las historias de sus antepasados, que se iban transmitiendo en esas horas libres, y sabían que ellos llegaron a ese sitio donde se enraizaron e hicieron su hogar. Su mundo imaginario era aún muy sencillo, pero siempre plagado de temores: no habían las respuestas para lo que en apariencia no tenía sentido. Preferían vivir en paz, pero llegado el caso no le ponían freno a la venganza ni a la muerte. Estaban seguros que existían seres con inmenso poder y cada día concentraban todos sus sentidos en poder descubrirlos para invocar su protección.

Con el paso del tiempo apareció un guerrero poderoso, invencible, que hizo que ese pueblo fuera el más respetado en ese mundo andino. Éste tuvo hijos trillizos, a los cuales se les consideraba como un premio divino porque atrajeron la paz y las buenas cosechas y hasta los animales que cazaban eran más abundantes y se entregaban más fácilmente para morir.

De pronto, una noche, algo pasó porque todo su mundo se estremeció en medio de terribles rugidos que brotaban desde el fondo de la tierra. El terror se apoderó de cada uno y sin control huyeron en medio de la lluvia y el llanto. Después siguió temblando la tierra, aunque sin ruidos y cada vez menos fuerte, pero no les dejó volver hasta entrado el día: su mundo había cambiado por la destrucción y la muerte. La mujer y los tres hijos del guerrero invencible estaban ya sin vida: señal de gran castigo. Volvió el terror, pero era otro, aún más desconocido.

La ira de este jefe se convirtió en mutismo. No volvió a ser igual su vida. Se concentró en los cerros, se olvidó de los caminos y en medio de su pena se fue a buscar respuestas. Y desde ese entonces las penurias del pueblo fueron su nuevo sino.

Una noche, dormitando entre el monte tupido, despertó sobresaltado, escuchando un respiro. Sólo abrió los ojos, apenas, lentamente… y a poca distancia vio dos fuegos prendidos, como brasas, tan fijos que lo atravesaron como lanzas de enemigos. No supo qué era eso pero sintió que en medio del silencio enlazó a su espíritu. Desde entonces fue volviendo a ese mismo sitio y aprendió e hizo ofrendas, con ayunos y ritos. ¡Sin saberlo, se fue convirtiendo en el primer chamán, el dueño de los mitos!

Supo entonces que el puma era el dios poderoso que salía a su encuentro y él, en las noches, fue quien le dio las respuestas que había buscado en la ausencia de los suyos. Después se fue a los cerros, retomando caminos que fue reconociendo, pero con otro apego: fue apagando su pena y así fue preparando con su pueblo el reencuentro.

El dios le había dictado las formas de las casas y hasta le había dicho hacia dónde estarían colocados los techos, las murallas de piedra, las tinajas del cerro y en qué forma quería que le hagan la ofrenda… borrando con la sangre la ofensa de los muertos. Sí, porque sus tres hijos no habían muerto en vano, pues la maldad de un hombre y celos de un enfermo los habían llevado al mundo de lo eterno…

Pero no sintió odio al conocer lo cierto, porque ya estaba destinado todo eso desde hace tiempo. Su mujer no fue otra que la hija del viento y sus hijos estrellas que en las noches sin nubes podía ver muy arriba, formando con su madre una cruz en el cielo…

El tótem que tenían debían echarlo lejos… ¡Y no adoren a nada que no sea lo que ordeno!  Y el chamán genuflexo sólo iba recibiendo las órdenes de su amo, con dos brasas ardiendo: ¡Si cumples, premiaré a tu vida… y a la de todo el pueblo!

“Yo reino en este mundo y estoy de sangre sediento. Soy amo de la vida, desde lo más profundo hasta el mismo cielo. Soy amo del silencio y decido en qué instante apagaré tu aliento. Te entregaré mensajes en las nubes y el viento, en el Sol y la Luna, en estrellas y trueno, en las crías que nazcan y en los frutos del suelo, en las plantas o aves y hasta en tus mismos sueños… ¡Olvídate de todo, sólo de mí estate atento! Lo que yo aquí te enseño tienes que repetirlo sólo a los elegidos que venzan a la muerte en durísimas pruebas que yo te iré diciendo. Ahora vuelve a tu pueblo y conduce su vida hacia un nuevo tiempo…”

Y la aldea se levantó de nuevo, pero ya no como era antes sino de acuerdo a lo que le dictara el dios, noche tras noche: la forma, la altura y hasta la ubicación y, más allá, las dos murallas de piedra. Y al borde del altiplano se levantó el altar donde debería cumplirse en la fecha precisa el sacrificio y luego tendrían que fundir en un solo bloque el cráneo del elegido con los dioses eternos porque sólo con eso lograrían el equilibrio de la vida. Todo eso debería cumplirse o los castigaría. El chamán supo entonces que en ningún instante los descuidaría el puma, agazapado con esas dos llamas pequeñas que eran sus ojos en acecho. Sí, todo eso se cumpliría hasta lo último, porque de lo contrario esas garras felinas destrozarían la carne de quien no obedeciera, maldiciendo a hombres, mujeres y a su mundo.

"¡Labren todos las piedras, sin cesar, y hagan un monumento y en él los tres perfiles que se vean desde lejos: tres cabezas distintas que estén mirando el cielo... Fundan en una sola: la cabeza humana, simbolizando lo que es de tu pueblo; la cabeza del puma, que soy dios en el suelo; y la del dios del cielo, el águila, que mira al mismo tiempo al valle y a tu pueblo...!"

La deidad tricéfala debería recibir, mientras allí vivieran, los homenajes de todo el que pasara por sus cuatro horizontes, en el día o la noche. Allí recogería esas energías para llevarlas a los dioses o a los muertos, y así seguir viviendo.

En poco tiempo la aldea creció rápido y se fortaleció. El chamán orientó a su pueblo en todos los aspectos de su vida y recordando jornadas de gloria adiestró a nuevos guerreros. Tan sólo esperaba la señal, mientras pasaba el tiempo. Y la señal llegó, como siempre, en sus sueños: supo quién trajo penas a su vida… pero ya había muerto, sin embargo sus hijos ya eran ahora guerreros: ¡Y los amaba inmenso, por saberlos huérfanos! Pero más que el cariño a la tierra y a los vivos era fuerte el mandato de ese dios que reinaba también entre los muertos. Eligió al señalado y confesó al pueblo todo aquello a que había que dar cumplimiento.

 El guerrero elegido, sabiendo la culpa de su padre ya muerto, aceptó ir gustoso con la muerte a su encuentro.

Los ritos duraron varios días y los picapedreros no tuvieron casi sueño por cumplir lo ordenado y que estaban viendo en modelo de arcilla: tres cabezas en una; la del puma, del águila y del hombre, como muestra de que dios es eterno… ¡Todo eso en un cráneo inmenso, que tendría en su dentro esas fuerzas radiantes que luego premiarían al chamán y a su pueblo!

El dios que allí estaría representado en piedra, para ser venerado, poseería para dar a quien lo mereciera todas las destrezas, astucia, serenidad, fortaleza, rapidez de movimientos, determinación y precisión guerrera y cazadora del puma y del águila, con sus espíritus protectores. De ambos también tendría otro signo de su poder: la soledad, para seguir reinando aunque todos durmieran. Y del guerrero degollado tendría la fidelidad, la obediencia y su mirar al cielo sería el camino recto para enlazar con eso la energía del puma con la del águila, cada vez que ésta volara en ese cielo.

Más aún: el ídolo tricéfalo reuniría en sí mismo las polaridades del universo, los valores contrarios que se complementan porque de la muerte del degollado resultaría la vida para todos; de esa oscuridad nacería la luz y del mal brotaría el bien.

Ese lugar sagrado dominaría el valle y la meseta y allí se comunicarían las tres regiones cósmicas: cielo, tierra y regiones oscuras más abajo del suelo, esas en las que habitan los espíritus de los muertos… y en cada plenilunio, los que lo merecieran, saldrían a su hogar eterno.

Cumplido el sacrificio, el chamán destinó el cuerpo para seguir los ritos pero escondió el cráneo en una parte del monumento pétreo que nadie más que él podría sellar. Sólo podría recurrir a ese resto en casos extraordinarios pues le daría poderes especiales.

Y pasó mucho tiempo. Una mañana, cuando las mujeres iban a recoger la leña entre el monte descubrieron el cuerpo inerte de un enorme puma y de inmediato se taparon los ojos, volviendo a carrera sobre sus pasos, en medio de fuertes gritos de desesperación. Relataron a todos de esa desgracia y el chamán comprendió que había llegado su hora final: ordenó los funerales especiales del dios y se hizo cubrir el cuerpo con la manta que tenía los colores del puma y que mujeres vírgenes habían tejido hacía ya tiempo, desde que tuvo los primeros indicios, para que el espíritu del dios llegara hasta su cuerpo. Cavaron la tumba junto al inmenso ídolo pétreo y sólo su séquito de elegidos lo acompañó, llevando un águila con las alas extendidas que eran sujetadas por los dos principales. El chamán se arrodilló junto al cadáver del puma, sujetó fuertemente el cuchillo ceremonial y se lo introdujo con decisión, en pleno corazón y mientras su sangre bañaba al puma, su cuerpo cayó con los brazos abiertos, entre cánticos y lamentos. Luego el séquito de chamanes sujetó el águila sobre ambos cuerpos, con las alas extendidas, como dándoles el abrazo eterno y los cubrieron con tierra y piedras: todos estaban seguros que volvería a la vida encarnado en un puma joven, venciendo así a la muerte cuantas veces fuera necesario, hasta el fin de los tiempos.

 No creía en mis sueños, hasta ayer, que volví hasta “El Castillo”. Al observarlo de diversos costados descubrí, sorprendido, que en el mismo cráneo humano degollado se fusionan otros dos que pueden ser identificados desde otras direcciones: un felino y un águila.

Si retorno allí de noche, no sé qué sentirá mi espíritu…

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